Melodía de arrabal

Fantoche se había ganado a pulso el mote. Por si alguna duda quedaba, un día apareció a bordo de un 14-30 fu azul marino sin tubo de escape que atronaba entre las chabolas del arrabal. Más que a bordo iba sumergido ya que era bajo, tirando a profundo, fibroso y nervudo. Si lo veías venir de frente apenas se distinguían tras el parabrisas sus manos de nudillos magullados al volante y un flequillo díscolo que le caía sobre la frente con los frecuentes traqueteos del coche en esas calles inhóspitas. Al choro que una mala mañana -de esas que mejor no levantarse- le quiso birlar el radiocasete no le dio tiempo a ver ni siquiera de dónde le llovían las hostias. Fantoche, que a fuerza de tanta pelea se había convertido en un fino estratega, le rebasó como si no fuera con él y allí le dejó de rodillas, con medio cuerpo fuera y el otro dentro del coche, mientras manipulaba el cableado del loro. Se encendió un cigarrillo, costumbre que había adquirido como preámbulo de la batalla, desanduvo con sigilo sus pasos y, cuando el tipo más embebido estaba en su fechoría, aquel Bruce Lee de extrarradio pateó la puerta con tanto brío que por poco le parte en dos. Hasta que aquel desgraciado pudo huir le cayó una solfa de manotazos y patadas. Su vena del cuello adquiría en esas trifulcas un grosor de gasoducto.

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