Chano Lobato / El rey del compás

A su arte flamenco y su supremo compás añadía una gracia innata que convertía en hilarantes sus parlamentos entre palo y palo. No es caso único, obviamente, cuando se nace donde se nace. Que se lo pregunten, de estar entre los mortales, a ese recordado Beni de Cádiz a quien tanta chispa cómica acaso le difuminó sus méritos artísticos.

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Luis de la Pica / La bohemia como arte de vida

El hijo de María la Piquita, nacido en el jerezano barrio de Santiago, ahí es ná, acabó pues por ser, sin pretenderlo, acaso el sinónimo más fiel de la bohemia flamenca. En estos tiempos de imposturas, postureos, en esta feria de vanidades sin fin, rastrear las huellas, leer y escuchar testimonios de aquellos que trataron al de la Pica reconcilia con todo lo que tiene de genuino el ser humano.

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Adela la Chaqueta / Fuego en la garganta y en su co...

Acaso no sea una definición muy académica, pero sí bien elocuente. Hay que interpretar los puntos suspensivos (cosas de lo políticamente correcto) para dar con ella. La autoría es del cantaor payo Paco del Solano y decía que Adela la Chaqueta (o la Gitana como ella prefería) “tenía fuego en la garganta y en su c…” que, raro será, no aluda al órgano propio de su género. El soniquete gitano de Adela Fernández Jiménez es, sin duda, de leyenda.

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Perla de Cádiz / El tesoro del barrio de Santa María

No consta que fuese realidad o maledicencia, pero el río, sonar, sonaba. Cuentan que la mismísima Niña de los Peines declinaba ir a Cádiz porque allí le esperaba una rival temible que se medía de tú a tú en arte y poderío... era otra que Rosa la Papera, madre de Antonia Gilabert Vargas. Pocos apodos flamencos, y los hay para elegir, hacen mayor justicia que el de Perla de Cádiz, con el que pasó a la historia del cante. Si a veces la genética es caprichosa, en el caso de Antonia (su padre fue el reputado tocaor Juan Gilabert), fue más que digna heredera de su estirpe. Sabor gaditano en estado puro.

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Don Antonio Chacón / El gran payo

En un mundo tan dado al apodo como el del flamenco, ganarse el ‘don’ de manera unánime no es fácil. Don Antonio Chacón lo logró aunque tampoco escapó a esa querencia pues los gitanos coetáneos gustaban de llamarle el ‘gran payo’. Un elogio que, dada su procedencia, engrandece su figura. La vida de Chacón (1869-1929) tiene algo del universo de Dickens; abandonado recién nacido y acogido por un zapatero que le dio manutención y apellidos, y mucho de película de final apoteósico. Cuentan las crónicas que su entierro en Madrid fue propio de reyes (de hecho era reclamado a menudo en Palacio) con su féretro de herrajes de plata a lomos de una carroza tirada por seis caballos y presidido por el Duque de Medinaceli.

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