Fantoche se había ganado a pulso el mote. Por si alguna duda quedaba, un día apareció a bordo de un 14-30 fu azul marino sin tubo de escape que atronaba entre las chabolas del arrabal. Más que a bordo iba sumergido ya que era bajo, tirando a profundo, fibroso y nervudo. Si lo veías venir de frente apenas se distinguían tras el parabrisas sus manos de nudillos magullados al volante y un flequillo díscolo que le caía sobre la frente con los frecuentes traqueteos del coche en esas calles inhóspitas. Al choro que una mala mañana -de esas que mejor no levantarse- le quiso birlar el radiocasete no le dio tiempo a ver ni siquiera de dónde le llovían las hostias. Fantoche, que a fuerza de tanta pelea se había convertido en un fino estratega, le rebasó como si no fuera con él y allí le dejó de rodillas, con medio cuerpo fuera y el otro dentro del coche, mientras manipulaba el cableado del loro. Se encendió un cigarrillo, costumbre que había adquirido como preámbulo de la batalla, desanduvo con sigilo sus pasos y, cuando el tipo más embebido estaba en su fechoría, aquel Bruce Lee de extrarradio pateó la puerta con tanto brío que por poco le parte en dos. Hasta que aquel desgraciado pudo huir le cayó una solfa de manotazos y patadas. Su vena del cuello adquiría en esas trifulcas un grosor de gasoducto.
Tenía los huevos bien puestos. Esto no se discutía o, si lo hacías con él, ya podías tener espíritu legionario. Vencer o morir. No quedaba otra. Tanto se le había subido la fama a la cabeza que le vino muy bien saberse humano. Fue aquella tarde en la que, junto a sus lugartenientes, se disponía a amedrentar a una pandilla de pijos de los bloques que despuntaban cerca de la barriada. Cierto era que a sus ojos cualquiera resultaba pijo a poco que llevara una camisa de cuadros, zapatos lustrosos o raya en el pelo. Antes de acceder al parque donde se reunían aquellos pringaos -por supuesto lo eran, sí o sí, sin necesidad de conocerlos- había que sortear unos escalones. Fantoche se adelantó al grupo para remarcar su liderazgo. Antes se subió el cuello de la chupa de escay, sacó del bolsillo interior el paquete de Ducados, arqueó las cejas, ahuecó la mano para cobijar el mechero y se encendió un pitillo con ese gesto pretendidamente duro que devenían cómico, aunque nadie se atreviera a reírse en su cara. Aspiró la primera bocanada, se metió las manos en los bolsillos, expulsó el humo con contundencia y al pisar el primer peldaño resbaló, se trastabilló y no tuvo tiempo de sacar ninguna extremidad para apoyarse. Por el suelo quedó no solo su escueto cuerpo, sino, lo que era mucho peor, buena parte de su prestigio de camorrista. Las carcajadas de sus compinches estallaron indómitas sin sopesar cuáles serían las consecuencias. Los pijos ni se enteraron del percance. Suerte tuvieron de ello, pues una cosa era que se mofaran los suyos, además con irrebatibles motivos, y otra que lo hicieran unos finolis desconocidos. Al fin y al cabo, en el código arrabalero la máxima “será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta” estaba plenamente vigente.
En ese barrio faltaban muchas cosas, pero de valores andaba sobrado. Uno se podía pelear por una mísera pava de cigarro con un amigo del alma, pero los mismos se unían sin fisuras cuando se trataba de hacer frente al invasor exterior. Uno para todos y todos para uno
En ese barrio faltaban muchas cosas, pero de valores andaba sobrado. Uno se podía pelear por una mísera pava de cigarro con un amigo del alma, pero los mismos se unían sin fisuras cuando se trataba de hacer frente al invasor exterior. Uno para todos y todos para uno. Pasaba con las afrentas de los de Peñagrande y pasó aquella tarde que se citaron después de la película del sábado con la colonia de marroquíes que poco a poco se iba instalando en el andurrial. Antes de que las diferencias se limaran de manera algo más civilizada en el campo de fútbol, cuando los recién llegados conformaron un equipo que, con gran imaginación, se llamó “el de los moros”, la cosa estuvo a pasar a punto de pasar a mayores. Un altercado menor entre el musulmán Nordi y un autóctono cobró categoría de detonante. A eso de las cuatro, hora de modorra en ese día de sol aplastante, varias decenas de guerreros afilaban insultos y ensayaban miradas torvas en la explanada de los columpios. En concreto del columpio y del tobogán, ambos tan oxidados como para vacunarte contra el tétanos solo con mirarlos. Antes de abrir las hostilidades, delegaciones de ambos ejércitos arrimaron sus caras hasta que los alientos se fusionaron en una nube interracial. Lo que venía a ser la vía del diálogo. Oír con ese acento abrupto al hermano de mayor de Nordi aquello de “yo ya he estado en la cárcel y no me importa volver” ayudó mucho a firmar un inmediato armisticio.
Y es que en ese mismo trullo ya habían caído de manera escalonada demasiados efectivos. El Chiqui, el Chino, el Tote, el Leocadio, el Josito, el Beto o el Rufus entre otros. Alguno de ellos incluso ya solo hizo el trayecto del talego al cementerio. Cuando entre las zarzas y las ortigas se empezaron a ver más chutas que saltamontes fue demasiado tarde para todos ellos. Antes de que el maldito caballo se llevara en su grupa el futuro de cada uno ya había caído de un solo golpe la banda del temido Cachorro en el cercano barrio del Pilar. No pocas veces nos había tocado correr cuando, camino del colegio, alguno de su pandilla nos pedía a punta de navaja el dinero que no llevábamos. En compensación, se quedaba con el bollo del recreo como exiguo botín. Y contra ellos no cabía la venganza. Ni siquiera Fantoche hubiera sido tan temerario. En este caso una retirada a tiempo era siempre una victoria. Al día siguiente de la redada, una página entera en el YA, con fotos incluídas, corría de mano en mano entre el asombro y el alivio del vecindario. Entre ellas la ficha policial de la Leona, delincuente a tiempo parcial ya que por las mañanas atendía con esmero en una mercería.
No era fácil salir en la prensa de esos suburbios si no mediaba un atraco. El Jaro llegó tan lejos que hasta le hicieron un dibujo en El Caso y le escribieron una canción. Aquel Jaro que descabalgó a mediodía de la ‘derbi macarra’ era un chaval más bien bajito, con la cara aniñada, un lunar en el pómulo que le delataba y una mirada desafiante que penetraba como un cuchillo en la nata. Llegó al barrio acompañado del Rufus, miembro de su banda y, por tanto, tipo tan peligroso como admirado y respetado en el barrio. Luego los dos acabaron como acabaron y es más que posible que ni siquiera dejaran un bonito cadáver. Y eso que Jaro solo tenía dieciséis años cuando les descerrajaron un tiro de de escopeta que acabó con su vida, pero agrandó su leyenda. Cuentan que fueron tales los quebraderos de cabeza de los grises con su meteórica carrera que la gorra que gastaba en sus hazañas estuvo colgada muchos años en la pared de la comisaría como trofeo de caza.
Muerto el Jaro no se acabó la rabia. Su legado perduró con actores secundarios. Que se lo pregunten al Gallina -más que un hermano-, cuando una tarde que me esperaba en su flamante Taunus automático oyó a sus espaldas el rechinar desesperado de unos neumáticos. Al Gallina, que había dejado el coche más esparcido que aparcado, apenas le dio tiempo a ver salir del otro vehículo a un tipo provisto de un rifle que le pareció de cazar elefantes. El Tote y los suyos estaban de pira y el Taunus entorpecía su camino y amenazaba su libertad. Cuando el Tote apuntó y reconoció al Gallina todavía tuvo tiempo de decirle “si no llegas a ser tú, te mato” antes de proseguir la huida. Jamás estuvo más encantado con su pellejo. Con el Tote, entonces ya un traficante de altos vuelos, y con su hermano el Chino, había compartido yo un reñido campeonato mundial de chapas paralelo al de fútbol de Alemania 74. Ellos mismos, a la sombra de un frondoso ciruelo que cuidaba con esmero su madre, la señora Julia, habían construido un pequeño campo de cemento. Con las chapas (los chapines de Martini y Cinzano se reservaban para las carreras) nos hicimos los equipos recortando de los cromos la cara de cada jugador.
Entre eso, los partidos que jugabámos en los eriales cercanos a Valdezarza, la introducción de petardos en boñigas, las sesiones continuas del cine del Pilar, solo en festivo y si alcanzaba la paga, las trifulcas en los billares, hacer el cabra en la bici, prestada por voluntad propia del dueño o no, las peleas perfectamente organizadas en las cañas, la alquimia de la liga para atrapar pájaros en las zarzas, la persecución implacable de gatos y los camelos a Rosarito para que nos enseñara las tetas pasábamos la adolescencia. Fueron buenos tiempos. Algunos ya no fueron más allá. Otros vivimos para contarlo.