En la habitación de la residencia huele a naftalina y soledad. Fuera hay una luz que refulge, pero es incapaz de iluminar una estancia devorada por las sombras. Igual da mañana que tarde. La una o las ocho. No hay horarios. Solo medicaciones que ordenan la rutina. Momentos que identificas por el color y forma de cada pastilla. Por el pinchazo diario de insulina. Por esos parches que dicen que retardan la aniquilación de la memoria.
No hay sonrisa ajena que alivie la devastación propia. Nada cuando se desvanece la esperanza. Nada cuando sobran los consuelos. Como le pasaba a madre cuando despidieron a padre y lloraba porque no sabía qué íbamos a comer. Ya no hay vecinas alrededor ni lágrimas que delaten sentir alguno. Ni una palabra de ánimo que regalar, aunque resulte estéril. Ni un futuro que desvele. Ni alboroto alguno que quiebre su quietud. Ni siquiera lo ha hecho mi mano al posarse sobre su hombro como una mariposa herida para avisar de mi llegada.
Y eso que siempre fue asustadiza. Debe ser ese miedo postrero y mayúsculo que diluye pequeños y antiguos temores. Nada se mueve salvo el segundero del reloj de pared. Un tenue sonido que retumba en la alcoba con decibelios de martillo. La levedad de unos recuerdos que sobreviven al naufragio como jirones de corcho en un mar de nostalgias. La enfermedad primero le privó del habla. Luego de ese brillo en la mirada que no hay espejo que ya devuelva.
Le dejó las manos frías cuando, hasta en el más severo invierno, contagiaban su calidez a las pequeñas manos de sus hijos. Un nido de carne con olor a lejía que tejía con sus dedos. En ese hueco ahormaba la cordillera de mis nudillos infantiles. Solo el fogón nos aliviaba de esa condena climatológica. De ese frío asociado de por vida a las estrecheces y fatigas.
El friso empañado por la humedad. El vaho que se expulsaba dentro de la casa como llamas de dragones. El ladrillo calentado en el horno y envuelto en una toalla que atemperaba las sábanas. La bolsa de agua caliente de la abuela Engracia. Su funda de cuadros. Sus órdenes de sargento chusquero para levantarnos del sofá y sacar la cama. Su severa negativa a dejarnos ver en la tele el final de la película. Los ruegos a media voz de su hija para que accediera a los deseos de sus niños. Los juramentos de padre cuando era testigo de la terquedad de su suegra. A fin de cuentas, era su casa y ni el vínculo de la sangre aliviaba esa sensación de estar de prestado.