Capítulo 1
Hace mucho frío esta noche de Nochebuena. Una pareja de vagabundos folla debajo del viaducto sobre una madeja de mantas remendadas y plásticos sucios. Las piernas de ella se agitan como pinzas de cangrejo en una cazuela de agua hirviendo. Él embiste. Bufa con el fragor de una bestia herida. Una, dos, tres veces antes de exhalar un aullido de placer que zigzaguea entre los arcos desconchados. Las ascuas de una hoguera que agoniza dentro de un cubo de pintura desvelan de forma intermitente los rasgos adustos, como tallados en piedra, del rostro del hombre. Tras su éxtasis, se incorpora despacio, todavía jadeante, y comienza a atarse los pantalones con una cuerda. Antes de finalizar la tarea, la mujer le agarra la polla, que busca ya el resguardo del frío, y amaga con llevársela a la boca.
Él la aparta de un manotazo y estalla en una áspera carcajada. Ella le secunda, abrazada a un cartón de vino, que le ofrece después de eructar y restregarse los labios contra la manga de una chaqueta de punto. Un perrillo negro asoma el hocico salpicado de pintas blancas por encima de ese oasis de inmundicia, y se aproxima con joviales zancadas a Lobo para olisquearle. Lobo gruñe al sentir esas interferencias. Le lanza un violento mordisco que el animal elude por centímetros. Un cascabel que cuelga de su pescuezo amarrado con una cinta de espumillón enloquece a causa de la brusca huida. El gañido del chucho alerta al mendigo. Dirige su mirada al lugar de los hechos, descubre mi silueta recortada en la neblina y me insulta con creciente tartamudez. Hijopu-taquemi-rasmeca-goentu..., creo entenderle mientras termina de anudarse, apresurado, el cordel.
De pronto se agacha y se arma de un palo escuálido con el que pretende intimidarme. La mujer, con las faldas aún remangadas, emerge de la penumbra y se acuclilla para coger una piedra que me lanza sin fuerza ni tino, y que acaba por llegar rodando, exhausta, hasta la orilla que perfila las punteras de mis zapatos. Enciendo un cigarrillo y ni siquiera me inmuto por las amenazas. El resplandor de la llama del mechero revela con nitidez mi absoluta indiferencia. Ella no cesa de toser y escupir. En el interludio de la función emite repulsivas onomatopeyas. Es una mujer entrada en años, con el cabello largo y apelmazado que se derrama sobre los hombros, y unas piernas delgadas que engordan en sus tobillos unos calcetines de lana arrebujados. Lobo ha apaciguado con su ceño hostil el arrojo de los dos y les retiene a una prudencial distancia. Le llamo. Mientras se decide a prestarme atención, rodeo con fuerza su cadena en mi mano hasta que los eslabones quedan grabados a la perfección sobre la piel de mis nudillos. Siento unas enormes ganas de matarlos a los dos, de dejarles la marca de un precioso collar en su cuello roñoso, pero hoy es Nochebuena y mi esposa, en esta noche más esposa que nunca, me ha rogado que no tarde en subir a casa. Sus padres están a punto de llegar. No quiere que se enfríe la cena. Esta noche no. Los niños han prometido regresar pronto. La familia es lo primero.
Después de muchas dudas, Lobo acata mi orden. Primero se gira de nuevo hacia ellos, luego se vuelve hacia mí con aire inquisitivo y expulsa un torrente de vaho que le envuelve la cabeza en una nube opaca. Una vez resuelta su vacilación, se acerca con paso premioso y arremete su hocico contra mi rodilla. En el suelo se esparcen bolsas de plástico, que se elevan como miserables cometas empujadas por el viento gélido. Botellas de sidra que ruedan y acaban por chocar contra las patas metálicas de los bancos. Mechones arrancados a pelucas de colores chillones. Matasuegras pisoteados. Confeti que flota en los charcos a modo de toscos nenúfares. Vasos de plástico que el perrillo, ya recuperado del percance con Lobo, persigue ahora como si fuesen codiciadas piezas de una cacería. Una ráfaga de petardos interrumpe con brusquedad su pasatiempo. El animal se sacude y responde por instinto con un ladrido que articula tenue y desafinado. El tipo también se sobresalta a causa del estruendo y arrecia entre siseos sus blasfemias, al tiempo que aviva las ascuas de la hoguera. Una espiral de chispas se revoluciona al remover el fuego con el palo, y delata con más claridad la orografía abrupta de su perfil. La nariz arcillosa y rotunda que se descuelga como un guiñapo de una frente prominente y escalonada. La barbilla picuda modelada por una luz rojiza que le dota de un aspecto diabólico. Los brazos, desproporcionados por largos, rematados en unas manos que abriga con unos guantes rotos.
"En el suelo se esparcen bolsas de plástico, que se elevan como miserables cometas empujadas por el viento gélido. Botellas de sidra que ruedan y acaban por chocar contra las patas metálicas de los bancos. Mechones arrancados a pelucas de colores chillones. Matasuegras pisoteados. Confeti que flota en los charcos a modo de toscos nenúfares. Vasos de plástico que el perrillo, ya recuperado del percance con Lobo, persigue ahora como si fuesen codiciadas piezas de una cacería"
La mujer se ha vuelto a recostar sobre el lecho mugriento. Él, después de alentar el fuego, se hurga en la bragueta y deja caer de nuevo su cuerpo con la contundencia de un saco de escombros. Al momento, ella vuelve a gemir y él vuelve a bufar. Sus piernas se agitan como pinzas de cangrejo en agua hirviendo. Ahora, el perrillo da vueltas cómicamente sobre sí mismo, intentando atrapar a dentelladas unos copos de aguanieve que caen con desgana de un cielo denso y blanquecino, casi resplandeciente. El cascabel tintinea en su pescuezo aún más enloquecido a causa de las cabriolas. Unas guirnaldas de bombillas de colores parpadean en un balcón cercano. Ahora desean unas Felices Fiestas. Ahora no. De una ventana abierta a pesar del relente se escapa el murmullo de un villancico coreado por una familia numerosa. Una voz profunda sobresale, acompañada sin compás por el rudo sonido de una zambomba. Hace frío esta noche de Nochebuena. Lobo, ya aburrido, arremete de nuevo contra mi pierna y me invita de ese modo a dar por finalizado su paseo. Parece más preocupado que yo por llegar tarde a la cena. Acaso le impaciente el temor a perderse los despojos que ha intuido husmeando por la cocina antes de salir. Le miro, ladea la cabeza, afila las orejas, se relame y bosteza hasta dejar bien a la vista su paladar alquitranado.
En esta ocasión soy yo quien obedece. Le acaricio el lomo, apago el cigarro contra el fino barro que vela las baldosas y me encamino al portal de la casa. Los copos adquieren volumen poco a poco y empiezan a cuajar en los intersticios de los peldaños de piedra. Las pupilas de las farolas se difuminan tras los jirones de la niebla que cae con la pereza de un primer día de colegio. Los arbustos se comban rendidos por una brisa punzante. Hace mucho frío esta noche de Nochebuena. Al primer giro de la llave, se enciende la luz del interior. Una mujer en bata surge como una aparición. Sale al escalón del portal después de cederle el paso. Ruborizada por su aspecto, me agradece la cortesía y me susurra que pase una buena noche, o algo parecido. Luego, mira a un lado y a otro y finalmente se resguarda en el vestíbulo. Allí se queda con los brazos cruzados y el hombro recostado sobre la pared, como esperando a alguien. No creo haberla visto antes, aunque tampoco he tenido la oportunidad de observarla con detalle.
"El recibidor es amplio. Las paredes están revestidas de listones anchos de madera oscura. Del techo cuelga una lámpara de múltiples brazos. Una mesa semicircular de mármol moteado y patas curvadas de color púrpura aloja dos jarrones decorados con plantas y aves exóticas. De su interior brotan unas flores amarillas de plástico melladas de pétalos. En el espejo rectangular colgado sobre la mesa se reflejan dos bodegones anónimos, iluminados por unos apliques destinados a obras de mayor renombre"
Quizás alguna mañana me crucé con ella o percibí, sin saber a quién pertenecía, el aroma de su perfume caro enquistado en el ascensor. Me intriga la causa que le ha llevado a esa situación; saber quién merece tanta ansiedad para obligarle a significarse de esa manera en una noche así. Quizás se ha mudado hace poco tiempo, o quizás no tenga reparos a las conjeturas del vecino chismoso por quien, sin duda, me habrá tomado. Lobo se suma a la indiscreción y le olisquea a su paso. Ella le obsequia con una carantoña que el perro, siempre arisco con los extraños, agradece con un liviano y sorprendente roce.
El recibidor es amplio. Las paredes están revestidas de listones anchos de madera oscura. Del techo cuelga una lámpara de múltiples brazos. Una mesa semicircular de mármol moteado y patas curvadas de color púrpura aloja dos jarrones decorados con plantas y aves exóticas. De su interior brotan unas flores amarillas de plástico melladas de pétalos. En el espejo rectangular colgado sobre la mesa se reflejan dos bodegones anónimos, iluminados por unos apliques destinados a obras de mayor renombre.
Uno representa unas piezas de fruta diseminadas sobre una bandeja de madera. Otro, de idéntico tamaño, una botella de vino rodeada de cebollas y una ristra de ajos. Una gruesa alfombra estampada con figuras geométricas, demasiado moderna en medio de una decoración tan decadente, cubre los cuatro o cinco peldaños que conducen al ascensor. El interruptor cruje al pulsarlo como una nuez podrida, y el quejido inmediato de las poleas llama la atención de la misteriosa mujer. Se gira y retorna de inmediato a su posición al comprobar, de nuevo azorada, que mi mirada estalla con descaro contra la suya. A pesar de la fugacidad y la distancia que nos separa, me da tiempo a intuir, más probablemente a imaginar, su belleza. El rostro anguloso y moreno y un cuerpo atractivo, que sospecho oculto entre los pliegues de la bata que oscilan empujados por la corriente que se cuela entre las rendijas del portal.
"El interruptor cruje al pulsarlo como una nuez podrida, y el quejido inmediato de las poleas llama la atención de la misteriosa mujer. Se gira y retorna de inmediato a su posición al comprobar, de nuevo azorada, que mi mirada estalla con descaro contra la suya. A pesar de la fugacidad y la distancia que nos separa, me da tiempo a intuir, más probablemente a imaginar, su belleza"
La luz se apaga. La portería queda en penumbra. Los tenues pilotos de emergencia de la escalera y una brizna de claridad proveniente de las farolas de la calle permiten adivinar su decorado a través de la cristalera. El bote del aguinaldo en medio de la mesa camilla, una concha habilitada como cenicero, una caja de puros baratos, el flexo cabizbajo que alumbra las tardes de diario deportivo del portero. La radio antigua que reposa en una balda adornada con ribetes de ganchillo. En el frontal del aparato se leen los nombres de remotas ciudades, que se recorren en pocos segundos acompañadas de los chasquidos oxidados del sintonizador. Strasbourg, Bordeaux, Napoli, London, Leipzig. Una figura de escayola que representa a un angelito de alas doradas 6 encaramado a una pequeña columna. En la pared, empapelada con motivos florales, un calendario con la fotografía de tres cachorrillos de gato acomodados en una cesta de mimbre, un cartel de una feria taurina ya celebrada, un recorte de prensa pinchado en un corcho –al parecer, una información sobre un suceso truculento acaecido tiempo atrás en el pueblo del portero–, una estampa de un santo desconocido y, a su lado, una cuartilla cuidadosamente plegada en la que el hombre tiene apuntados a rotulador y con letra grande los teléfonos de urgencias y los recordatorios indispensables facilitados por los vecinos.
El portero se llama Regino. Es bajo, calvo, barrigudo y muy servicial. Nunca se apea de los tratamientos grandilocuentes que, de alguna manera, también le hacen a él importante. Al menos, así lo debe de considerar. Buenos días, señor. Buenas tardes, señora. ¿Cómo está el señor? ¿Cómo la señora? ¿Cómo la familia? Lo que usted mande. Señor. Señora. Una leve pero sumisa reverencia con la que adereza sus salutaciones. Regino viste traje gris ministerial, camisa blanca de cuello rígido y corbata negra anudada como para ir a una primera entrevista de trabajo. A veces se ve obligado a enfundarse un mono azul para descender a los infiernos de la caldera. Entonces sube del sótano bien malhumorado y tiznado. Tuerce el gesto y rumia algunos exabruptos por los sinsabores que le traen unas tareas que, por lo demás, atiende con jovialidad y agradecimiento.
"La luz de la escalera se vuelve a encender, precedida de una marea de voces y carcajadas que llegan de los pisos de arriba. Los latidos del contador se inmiscuyen en la conversación altisonante. El ascensor cabecea después de un brusco vaivén, resopla y se detiene. La reja chirría y deja en evidencia una de las contadas negligencias de Regino. No sé cómo se me ha podido pasar. Señor. Señora. Mañana mismo lo soluciono"
Regino, quizás por ese óptimo ánimo que exhibe, silba muy a menudo. A veces lo hace cuando merodea por el portal. Se apoya en algún coche cercano o en el pequeño muro que separa los peldaños de piedra de un escueto y descuidado jardín municipal. Allí espera, fumando un cigarrillo o con las manos en los bolsillos, a que alguna de las sirvientas llegue cargada con las bolsas del mercado. Grasssssias, don Regino. Y Regino –por una vez don Regino– suspira orgulloso por esa deferencia 7 en el trato que las chicas del servicio aliñan con un susurrante acento caribeño y una pícara sonrisa. A él se le achican los ojos y babea sin disimulo, mientras portea hasta el ascensor los bultos de su particular safari doméstico. De nada, guapa, para eso estamos. A veces también silba cuando arrastra el cubo de la basura por los pasillos, al compás de una ligera cojera en la pierna izquierda que le libró muy a su pesar del servicio militar. Una faena, mire usted, porque a mí lo que me gustaba era el ejército, pero ya ve el señor, ya ve la señora. Aquí me he quedado para servirles a ustedes en vez de a la patria, comenta con una osadía que cree compensar con la presunta brillantez de esa estúpida conclusión.
La luz de la escalera se vuelve a encender, precedida de una marea de voces y carcajadas que llegan de los pisos de arriba. Los latidos del contador se inmiscuyen en la conversación altisonante. El ascensor cabecea después de un brusco vaivén, resopla y se detiene. La reja chirría y deja en evidencia una de las contadas negligencias de Regino. No sé cómo se me ha podido pasar. Señor. Señora. Mañana mismo lo soluciono. Lobo entra primero y se tumba, como si se preparase para un fatigoso viaje. Antes de cerrar, rendido a la tentación, miro de nuevo hacia el portal, pero la mujer ha desaparecido, devorada por la fugaz oscuridad. Ya no sé si ha sido una alucinación o, simplemente, el pasatiempo de un loco que ahora, víctima de su enajenación, ensaya frente al espejo una sonrisa impostada ante la atónita mirada de Lobo. Un loco que vocaliza elogios desmedidos para la cena. La fórmula de un brindis entrañable. Por todos nosotros. La familia por siempre unida. El tintineo unísono de las copas de champán francés. Para que la próxima Nochebuena volvamos a estar juntos. Algún llanto improvisado por los ausentes. Los besos de compromiso que caen en las mejillas con el automatismo de fichas de dominó.