El padre Vidal le arreó el capón por irreverente y no por pajillero, aunque al Chule, que no sabía lo que significaba irreverente, el razonamiento no le convenció. La mañana en que le sorprendió masturbándose en el confesionario cambiaron muchas cosas en su vida. La primera fue la opinión que hasta la fecha tenía del cura y la segunda la que tenía de los hombres en general. Como norma no se fiaba de nadie, pero el cachete que le propinó Vidal, liberado después de mucha insistencia del ‘don’ que se le antojaba altanero y distante con los feligreses, puso las cosas en su sitio y le reafirmó en su recelo. Al señor cura, que alardeaba de ganarse la confianza de las ovejas descarriadas y de ser más confidente que confesor, se le iba la mano igual que a su otro padre que, por lo menos, y eso que agradecía, no se andaba con rodeos y le endiñaba unos golpes de categoría unas veces por qué sí y otras por qué no. En esas andaba cuando le repitió que no reprimía su afán de tocamientos, que entendía por ser una tentación común y difícil de espantar en según qué edades, sino que castigaba el nulo respeto que había demostrado a los santos lugares.
Chule iba a la parroquia porque tenía calefacción de carbón y los viernes por la tarde porque había cine. Al fin y al cabo, lo que Vidal calificaba de santo lugar para él no dejaba de ser un cuchitril parecido a la barraca en la que malvivía el vigilante de los pisos. La comparación no sobrevino por ciencia infusa. Sobre los despojos de una de las huertas que circundaban el poblado, que conformaban un frondoso lecho de hortalizas y frutas pochas, se levantó el esqueleto grisáceo de un bloque de viviendas cercado por una alambrada espinosa. Justo a la derecha según se entraba por la puerta se hallaba la caseta.
El Chule, ayudado por Beto y el Congo, horadó una noche los dos terrenos con la misma piqueta con la que profanaban los hormigueros. La excavación fue costosa pues sus cuerpos de lagartija comenzaban a inflarse y ya no le resultaba tan sencillo escurrirse por las rendijas más inverosímiles. A fuerza de relevarse en la tarea se salieron con la suya y levantaron la red metálica como hacían con las costras que lucían en las rodillas y en los codos al modo de condecoraciones de la orden del arrabal. Por ese agujero, que finalizadas sus correrías camuflaban igual que expertos militares, accedían al recinto prohibido hasta que una tarde el guarda les descubrió acoplándose de ladrillos. El sobresalto inicial remitió a la luz cabizbaja de una linterna cuando apareció un galgo centenario con el hocico lacrado temeroso acaso de que al abrir las fauces sus contados dientes se desperdigaran por el suelo. El perro se embutía en un pellejo ocre tiznado con trazos expresionistas. Un matojo de canas que crecía entre sus ojos daba fe de una longevidad a la que -vista su cobardía- no iba a renunciar pese a que, desde la penumbra, su patrón le conminaba mediante onomatopeyas indescifrables a devorar a los tres intrusos.
Estos, ya percatados de su insolvencia, empezaron a lanzarle primero chinitas que se estrellaban sordas contra sus definidos costillares para, más tarde, desempolvar la artillería pesada. Los obuses sobrevolaban silbantes sobre su cabeza le obligaron a recular a él y a su instigador quien, por tan mal pagado se tenía, que arriesgarse a recibir una pedrada por defender la propiedad de cuatro baldosas o un puñado de cemento le parecía cosa de majaderos. Con esas retornó a su cubil profiriendo improperios contra el animal que le seguía con la nariz pegada al suelo queriendo abrir con ella un surco en el que enterrar su vergüenza. "No vales pá cosa", le recriminaba, y el bicho callaba otorgando razón a quien le maldecía. En el interior se apretujaban una estufa cilíndrica sobre la que danzaban las castañas en el invierno, una mesa de formica anoréxica y una silla a juegos. Del techo colgaba de un gancho un botijo marcado en la panza con dos iniciales y en la pared, clavado con una escarpia oxidada, un calendario de Explosivos Río Tinto con una foto de dos perdices difuntas y una escopeta con los cañones como prismáticos de búho.
El confesionario era parejo en dimensiones, aunque más austero en la decoración que se reducía a una estampita de la Virgen de la Almudena a quien algún desaprensivo, calificativo que también desconocía, pintó unos bigotes y un parche en uno de los ojos. Por lo demás, solo se podía inventariar un taburete y una repisa en la que don Fulgencio, el anterior párroco, colocaba el Rosario y el misal y a veces hasta la dentadura postiza y en la que Vidal, en ocasiones olvidaba unos libros enigmáticos. En uno de los laterales se abrió una ventanilla que se cubrió con una malla verdosa por la que se filtraban los pecados envueltos en alientos ajos y cebollas. Por el otro costado se habilitó una fisura por la que el cura penetraba en ese santuario que, aunque lo dijera el mismísimo Papa, a él le seguía pareciendo una birria. Otra cosa bien distinta hubiera sido meneársela en la iglesia de San Ginés adonde recibió la primera comunión su prima Merche y en la que por nada del mundo se le hubiera pasado por la mente cometer esa fechoría. Pero aquello eran palabras mayores. Nada más entrar se convenció de que si Dios habitaba en todas las partes solo se explicaba porque, además de bueno, andaba algo chaveta por bajarse hasta su barrio a pasar frío y calamidades poseyendo una casa a todo lujo.
El agua bendita se ofrecía tan cristalina que hubo de meter los dedos para cerciorarse de que no se lo había olvidado al monaguillo. Reposaba dentro de unas ostras gigantes y no en una palangana descascarillada llena de un líquido mestizo el que se ahogaba los mosquitos y las arañas que se despeñaban desde la bombilla. El altar, de mármoles engarzados, nada tenía que ver con la mesa de madera en la que igual podía uno encomendarse al Señor que comerse unos callos. Por no hablar de los santos que, por número y oropeles, dejaban a la altura del betún al Cristo crucificado de escayola que presidía las misas y por debajo de esa categoría a otro confeccionado con pinzas de madera que una de las vecinas, orgullosa de la habilidad de su hijo, le regaló al cura con mucha ceremonia. Entró boquiabierto al templo y salió con la mandíbula desencajada abrumado por la altura de los techos, las inabarcables cinturas de las columnas, la rectitud de los cirios, la disposición de los bancos, las velitas con llamas titiladoras que alumbraban el rostro de las vírgenes; y, por supuesto, por el confesionario. A él se dirigió con paso indeciso acuciado por la severa orden de su madre.
Desde el triángulo labrado en una de las vidrieras, el ojo que todo lo ve escrutaba cada uno de sus movimientos. Él lo conocía de los libros de religión, pero este se le notaba más enojado como si aquello que le decía Vidal de que los ricos tenían más difícil ganarse el cielo fuese una gran verdad y no una patraña tal y como sostenía con ardor su padre en casa. Se arrodilló sobre una almohadilla de cuero desgastada por el peso de tanto penitente y pegó los labios a las celosía de la que manaba un embriagador aroma a barniz. Así daba gusto ser un firme opositor a cocerse en las calderas del infierno. Chule, inquirido por la voz quebrada del confesor, inventaba faltas o improvisaba travesuras con tal de permanecer amodorrado por esa atmósfera celestial. Mientras se arrepentía de sus pecados y de aquellos que tomó prestados para prolongar el éxtasis se recreó en los angelitos tallados y en las variadas filigranas que adornaban la madera aristocrática. El recorrido le reafirmó en que eso sí que era un santo lugar y no la parroquia de su barrio. Los rezos encomendados como pago a su mala conducta los masculló de carrerilla a la vez que, despistado de la custodia implacable de su madre -su padre se quedaba en el bar más cercano en estas ocasiones- recorría los laterales de la Iglesia desatendiendo las recriminaciones gestuales de su familia que no podía llamar la atención sin alterar la liturgia.
No le constaba que la nómina de santos fuese tan extensa, pero, más aún, le descolocó la colección de vírgenes. Él sabía algo de la Almudena por la devoción de don Fulgencio y de La Milagrosa cuya imagen le llevaba a casa una vez por mes una viejecita encorvada, pero allí encontró figuras ignotas y unas huchas pintadas de púrpura con nombres asignados que le resultaban novedosos y que no hacían más que acentuar su confusión. Nuestra Señora de las Angustias, Nuestra Señora de Nazaret o Nuestra Señora del Amor Hermoso. Una de las tres, y seguro que existían más, debía de ser la madre de Jesús. En su casa y en el colegio le habían dicho que se llamaba María y ya no discernía si esa escueta información derivaba de la falta de más datos o de la ignorancia de sus progenitores y de sus profesores. Lo único que tenía claro era que San José era San José y no San Pancracio, al que veía todas las mañanas de espaldas sobre la radio de su casa el con una moneda de cincuenta céntimos introducida en el brazo, o San Antonio o San Vicente de Paul o incluso San Judas Tadeo que también atesoraban su calderilla en los cajoncitos de San Ginés.
Y lo peor venía cuando planteaba estas dudas, habitualmente durante el almuerzo. Su madre le exigía que no dijera más tonterías y su padre, más lacónico, acompañaba él “come y calla” con un pescozón que le calzaba con la mano izquierda sin soltar la cuchara y que alborotaba el remolino de la coronilla que tanto le costaba domeñar. Y solo tenía clara la paternidad de Cristo Nuestro Señor porque ni siquiera se fiaba del Niño Jesús. Hasta ese día daba por hecho que había nacido en Belén con un aspecto regordete y sonrosado y con un pelo rubio y rizado que se comprimía en unos bucles esponjosos. Se sabía de memoria sus rasgos de verlo acostado sobre la cama de sus padres con la corona reluciente que le clavaban en la nuca sobre dos pequeños agujeros que imitaban al mordisco de un vampiro. Sin embargo, al detenerse frente a la vitrina que protegía la talla se tambalearon sus convicciones. Detrás del cristal le miraba el Niño Jesús de Praga al que, desorientado por los ropajes deslumbrantes, situó en un lugar del lejano oriente limítrofe al país de los Reyes Magos. Aquel impostor -así le consideró sin mayor conocimiento- también usaba capa, más bien capote torero sobrecargado de lentejuelas y bordados que le llegaba desde el cuello hasta los pies, y una corona abombada que superaba en diez o doce tallas las necesidades de su perímetro.
Al Chule le espantaba comulgar y en eso sí que la llegada de Vidal le supuso un alivio. La voz atronadora el de don Fulgencio previniendo de las llamas eternas a la mínima dentellada que se le propinase a la sagrada forma retumbó durante mucho tiempo en sus oídos. Se las veía y se las deseaba para desprender la hostia del paladar a la que se pegaba como un imán poderoso y zarandeaba la lengua igual que si hubiese tragado una peonza con tal de no incurrir en tan terrible pecado.
Desde la esquina en la que había desembocado después de admirar los tesoros de la Iglesia alcanzaba a ver el sagrario, un templete de oro puro apoyado sobre un estandarte de terciopelo rojo coma y el cáliz que refulgía en las manos del cura disparando rayos de luz contra los frisos dorados en los que se leían inscripciones latinas. A su espalda, escrita está en un perfecto castellano, leyó una que le intrigó: “Sol de La Rioja es María de Valvanera” y que se repitió dos o tres veces para comprobar si con esa argucia descifraba el enigma. Como no había manera, devolvió la vista al altar en el que el señor párroco remataba los preparativos para dar a su prima y unos cuántos más la Primera Comunión.
Al Chule le espantaba comulgar y en eso sí que la llegada de Vidal le supuso un alivio. La voz atronadora el de don Fulgencio previniendo de las llamas eternas a la mínima dentellada que se le propinase a la sagrada forma retumbó durante mucho tiempo en sus oídos. Se las veía y se las deseaba para desprender la hostia del paladar a la que se pegaba como un imán poderoso y zarandeaba la lengua igual que si hubiese tragado una peonza con tal de no incurrir en tan terrible pecado. Vidal le solía confesar en invierno alrededor de la estufa y en primavera o verano dando un paseo por los remiendos de campo que comenzaban a dejar las excavadoras.
A su madre y a sus amigos esos métodos transgresores les escamaban. Eso de que los hijos revelaran delante de los otros deslices allí sentados igual que si se tratara de un juego no iba con ellas, pero la aceptación que tuvo entre los chavales, que si se recogían en la parroquia descontaban algunas pillerías, les apaciguó los ánimos. Después de sincerarse, el cura se acaba de la sacristía unas bolsas de patatas fritas de La Zamorana con las que llenaban unos estómagos ya vacíos de pecado. Fue en una de esas ceremonias cuando Vidal soltó el primer cachete. El destinatario fue el Congo quien, espoleado por los cambios de hábitos, se desató y parodió el culto eclesiástico elevando la patata más redonda que encontró para proferir de inmediato una letanías improvisadas. Luego se la comió con voracidad. La Choni, alborozada por la reacción del cura, no pudo contenerse. -Toma Congo, eso sí que es una hostia, exclamó.