El hijo de María la Piquita, nacido en el jerezano barrio de Santiago, ahí es ná, acabó pues por ser, sin pretenderlo, acaso el sinónimo más fiel de la bohemia flamenca. En estos tiempos de imposturas, postureos, en esta feria de vanidades sin fin, rastrear las huellas, leer y escuchar testimonios de aquellos que trataron al de la Pica reconcilia con todo lo que tiene de genuino el ser humano.
No es tanto su cante, sin despreciarlo, o sus letras, mucho más ricas y que tuvieron mayor recorrido, es él en sí mismo. Cuentan que, de cuando en cuando, se citaba con Camarón en el bar Arco de Santiago y que allí los dos compartían esa tendencia al silencio que tanto les unía. Lo suyo no era hablar sino sentir y dar cauce a alegrías y penas por el arroyo luminoso del cante. No era Luís un cantaor de esos que, de manera grandilocuente, se tildan de enciclopédicos. Su cante solo respondía al canon de sus deseos. De hacer lo que le viniera en gana, dónde, cuándo y con quien quisiese.
Otra cosa era arrancarse entre amigos, vahos etílicos y brumas de tabaco o lo que surgiese al grito de ¡Viva Terremoto y Paula!, su grito de guerra por definición
Ni siquiera le dio por grabar un disco (tan solo una participación por bulerías en el de ‘Los Juncales de Jerez. Cayos reales’ y, años después de su muerte, el laborioso y magnífico recopilatorio editado por El Flamenco vive). Y es que ver a este “niño grande”, como coinciden en definirle quienes le conocieron, encerrado en un estudio de grabación no tenía razón de ser aunque luego incluso accediera a cantar en un plató o en auditorios grandes.
Pero otra cosa era arrancarse entre amigos, vahos etílicos y brumas de tabaco o lo que surgiese al grito de ¡Viva Terremoto y Paula!, su grito de guerra por definición.
La duración de las juergas que se corría hubieran podido entrar en el Libro Guinness o, al menos, ser declaradas por derecho propio patrimonio jerezano porque, aún hoy, se recuerdan. “Mezcla de artista genial, trilero inofensivo, profesor de matemáticas de Harvard, homeless neoyorkino, poeta de servilleta y solterón empedernido”. Esta ecléctica semblanza del periodista Miguel Mora incluye una de los soportes para su inspiración que no era otro que las servilletas de los bares y pequeños papelillos en los que garabateaba sus letras que luego iban a parar normalmente a una bolsa de plástico.
Luís de la Pica no se llevó, ni lo echará en falta allá donde esté, un reconocimiento artístico mayoritario, pero sí se ganó la admiración y el cariño de su gente y de su tierra. El 14 de julio de 2007 se celebró en su memoria, en su Jerez natal, valga la obviedad, uno de los festivales flamencos más importantes que se recuerdan.
El niño de La Piquita, que nunca dejó de serlo, arrastró toda su vida una severa enfermedad en la piel. “Miro a la luna y veo que soy de ti. Miro mis manos y pienso que voy a morir. A veces me paro, y me da escalofríos de pensar en mi”. Hoy, a casi veinte años de su muerte, pensar en él es reivindicar el flamenco como un arte de vida.